lunes, 16 de mayo de 2011

ORIGEN DE LAS BIBLIOTECAS

Las primeras bibliotecas 

El término biblioteca se utilizó por vez primera en la Grecia antigua, y tuvo un curioso origen. Los rollos de papiro que debían conservarse por alguna razón, eran colocados en un receptáculo de madera o piedra conocido como bibliotheke, palabra que muy pronto significaría colección de libros. Pero las bibliotecas tienen un origen mucho más antiguo, y en lo que sigue podrás conocer algo más acerca de ello. 
 

Las bibliotecas de Egipto 
Los primeros datos con los que contamos acerca de las bibliotecas provienen de Egipto, aunque es muy poco lo que de ellas sabemos.

Es seguro afirmar que en aquellas épocas no existía una diferencia clara entre biblioteca y archivo; de igual forma podemos asumir que las primeras bibliotecas estaban ubicadas en centros religiosos y su cuidado estaba a cargo de los sacerdotes.
Sabemos también que en el templo de Edfu, consagrado al dios solar Horus, existe una cámara cuyas paredes tienen escritos los títulos de varias obras donadas a la biblioteca. En Tebas hay dos tumbas cuyas inscripciones indican que en ellas se encuentran dos bibliotecarios. 


 

Las bibliotecas del Asia Menor 
En los restos de la ciudad sumeria de Nippur se han encontrado restos de una gran biblioteca asignada al templo. El acervo descubierto se compone de tabletas de arcilla de origen sumerio, babilonio y asirio. Se puede suponer que las tabletas eran almacenadas y ordenadas en cajas de madera o barro, que se alineaban sobre pedestales y estantes de madera a lo largo de las paredes, protegidas con una capa de alquitrán.

Otra famosa biblioteca, de origen asirio, es la del rey Asurbanipal, en Nínive. De las excavaciones se obtuvieron más de 20,000 tabletas de fina cerámica y escritura meticulosa, las que comprenden gran parte de la literatura asirio-babilónica.
En la ciudad de Boghazkoi se descubrió una biblioteca de origen hitita que data del segundo milenio anterior a nuestra era. De esta biblioteca se extrajeron alrededor de 15 mil tabletas, así como catálogos con la enumeración de títulos y el número de tabletas que conformaban cada uno. 
 



La más famosa biblioteca de la antigüedad 
Tras la caída del imperio formado por Alejandro Magno, Ptolomeo I fundó un poderoso reino en el valle del Nilo, cuya capital, Alejandría, sería el albergue de uno de los centros culturales más importantes del mundo antiguo.

Ptolomeo I y después su hijo, Ptolomeo II, se esforzaron por atraer a la floreciente capital de su reino a los sabios griegos, con el objetivo de integrarlos a una comunidad académica y religiosa cuya sede estaba en el templo de las Musas y se denominaba Museion. 
El Museo estaba dedicado a la enseñanza y la investigación y contaba con una gran biblioteca formada a lo largo del siglo III a. de n. e., la cual contenía traducciones de la literatura egipcia y babilonia entre otras. Esta colección era una de las dos que en conjunto formaban la biblioteca de Alejandría. La otra colección se localizaba en el templo de Serapis y se llamaba el Serapion.

El objetivo de la biblioteca de Alejandría era albergar la totalidad de la literatura griega en las mejores copias existentes, así como clasificarla y comentarla. El poeta Calímaco, entre otros muchos, trabajó en esta magna empresa, creando un catálogo de autores el que, a pesar de hoy conocerse sólo en forma fragmentada, da cuenta de la gran calidad del trabajo realizado.
Los estudios arqueológicos han permitido estimar el tamaño de la colección principal de la biblioteca de Alejandría, la que poseería unos 700,000 rollos a los que han de añadirse 45,000 provenientes de la colección menor. Estas cifras, por sí mismas, revelan la importancia que la antigua biblioteca tuvo en el pasado. 
La existencia de la biblioteca de Alejandría trajo consigo un florecimiento del comercio de libros; aunque éste se practicaba en Atenas desde el siglo V a. de n. e., por lo menos, el tamaño de la biblioteca y su contenido sin duda la hicieron un cliente de excepcional importancia, así como un proveedor de obras originales fundamental para las librerías de la época.

El final de la magna biblioteca no ocurrió, como suele suponerse, de una sola vez. Cuando César conquistó Alejandría en el año 47 a. de n. e., parte de la colección ardió a consecuencia del descuido de las tropas romanas; se dice que Antonio compensó a Cleopatra por la pérdida regalándole 200,000 rollos de la biblioteca de Pérgamo. Finalmente, en el año 391 de nuestra era, el arzobispo Teófilo de Antioquía y sus hordas cristianas destruyeron el templo de Serapis y con él, los restos de la colección. 

 

Las bibliotecas y librerías de Roma 
Las frecuentes conquistas de Roma produjeron, entre otras cosas, un creciente interés por los libros, sobre todo griegos. Los generales romanos solían llevar a la capital de su imperio libros obtenidos como botín de guerra.
Más tarde, conforme los griegos conquistados comenzaron a radicar en Roma, se dedicaron al comercio de libros. El librero, llamado bibliopola, empleaba para la transcripción de los textos a esclavos especializados (llamados servi litterati).
En la época de la República el negocio editorial romano estaba en franco crecimiento; prueba de ello es la labor desarrollada por Pomponio Atico, editor y amigo del célebre Cicerón. No obstante, no es sino hasta la era del imperio que el comercio de libros en Roma aumentó dramáticamente. Los libreros, que eran a la vez editores, se localizaban en las principales avenidas romanas, y su labor de difusión cultural no puede soslayarse.
Las editoriales romanas eran muy diferentes a las que actualmente conocemos. El autor no recibía ninguna regalía por su obra, pero el editor sólo podía reproducir cierto número de ejemplares de cada una, lo que permitía a los autores establecer contratos con otros editores. Naturalmente, en aquella época no existía protección alguna a los derechos de autor y, en general, un autor solamente obtenía dinero por su obra si ésta era dedicada a algún hombre rico y poderoso.
Las obras solían ser presentadas mediante su lectura pública por parte del autor. Más tarde, los editores adoptaron ésta práctica. Desafortunadamente, no sabemos nada acerca del tiraje de las obras ni de su precio.
Poco a poco la bibliofilia fue adoptada como un signo de distinción entre las clases romanas acomodadas; los ricos solían tener a su servicio esclavos encargados de hacer copias de aquellas obras que deseaban integrar a sus colecciones privadas, las que por cierto, solían ser albergadas en suntuosas bibliotecas localizadas en las casas de campo.
Se tienen noticias de que en Roma también existían bibliotecas públicas. La primera de ellas fue fundada por Asinio Polión en el año 39 a. de n. e. Luego, bajo el mandato de César Augusto, se establecieron las bibliotecas Palatina y Octaviana, la primera localizada junto al templo de Apolo en el Monte Palatino y la segunda, en el pórtico de Octavia del templo de Júpiter en el Campo de Marte. El personal de esta clase de bibliotecas estaba compuesto por esclavos llamados library, y eran dirigidas por un liberto o caballero quien ocupaba el cargo de procurador bibliothecae. La biblioteca Palatina fue devorada por el fuego en el año 191 y la Octaviana, en el año 80. Otras bibliotecas públicas estuvieron fundadas por Tiberio y Domiciano. A pesar de todo, la más famosa biblioteca pública romana fue la establecida por el emperador Trajano en el año 100, conocida como biblioteca Ulpia, que fue también el archivo imperial.
Las bibliotecas públicas de Roma solían estar divididas en dos secciones, una griega y otra latina. Los rollos se conservaban en armarios de madera alojados en nichos excavados sobre las paredes. En algunos casos, se permitía el préstamo a domicilio.





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